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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

Cuaderno de Benarés / La llegada

Llegar a Benarés desde Madrid por un precio más o menos módico supone adaptarse a las exigencias de las aerolíneas y tomar alguna decisión que, como veremos, puede deparar sorpresas no del todo agradables para una mentalidad occidental. Esta es la enésima ocasión en que viajamos desde Madrid con destino Nueva Delhi y hemos elegido volar con las líneas aéreas de Emiratos Árabes haciendo una escala de par de horas en Abu Dhabi por un precio total de 225 euros, una verdadera ganga si pensamos en la distancia que nos separa de India y en la experiencia que una estancia auténtica entre sus gentes nos depara. A estas alturas del guión, hemos aprendido a discernir lo que distingue a un “turista” de un “viajero” y, tratándose de India, un mundo capaz de exportar espiritualidad a un Occidente que ha ido dejando a sus dioses por el camino, también a un simple viajero de un “viajero espiritual”, aunque, como tendremos ocasión de comentar, nuestra manera de experimentar lo que hemos convenido en llamar “la aventura del alma” no tenga mucho que ver con la experiencia religiosa tal como ha venido siendo entendida tradicionalmente.
Salimos de Madrid rumbo a Abu Dhabi a las 9:45 de la mañana. Por diversas razones, hemos tenido una noche accidentada, así que, apenas nos acomodamos en nuestros asientos, intentamos dormir un rato. Unas horas más tarde entreabro los ojos y, a través de los cristales de la ventanilla, tintados de un violeta intenso, miro subir el sol sobre las costas del Egeo. Pido un café con leche y tomo algunas notas en mi cuaderno de viaje a sabiendas de que en algún momento nos serán útiles para contar esta experiencia. Las pantallas muestran la velocidad de vuelo. Nos hemos estado alejando de Madrid a más de 1000 km por hora y en poco más de seis horas desembarcamos en el aeropuerto de Abu Dhabi. Son las 19:50 de la tarde hora local y las cafeterías están llenas de occidentales con cara de aburrimiento que se distraen tomando unos snacks y unas cervezas. Una caña de Carlsberg en el aeropuerto de Abu Dabhi, para quienes tengan pensado seguir nuestros pasos, cuesta nada más y nada menos que 12 euros. Después de un regateo interminable, la camarera acepta nuestra moneda con cara de pocos amigos, de modo que decidimos aprovechar la espera para cambiar y hacernos con nuestras primeras rupias. El cambio oscila cada día, así que no nos apresuramos a cambiar mucho dinero. Hace cuatro años, la última vez que estuvimos en India, el cambio era de 85 rupias por euro. Hoy es de sólo 73, un testimonio fiel de que el subcontinente indio se encuentra en un momento de rápida expansión económica y demográfica y de que registra, año tras año, unas tasas de crecimiento superiores al 7%.
El trayecto Abu Dhabi-Delhi suma otras dos horas cuarenta minutos y, con un desfase horario de cuatro horas y media con respecto al meridiano de Greenwich, llegamos al aeropuerto Internacional Indira Ghandi a las 2:30 de la mañana. Quienes, como nosotras, vayan a tomar un taxi hasta la estación de trenes de Delhi deben hacerlo solicitando un vehículo de prepago en la cabina habilitada para ello una vez franqueamos las puertas del aeropuerto. Son detalles que nosotras hemos tenido ocasión de agradecer a quienes nos han precedido y que, por lo tanto, queremos compartir con todos vosotros. Pocas veces hemos tenido ocasión de leer, a pesar de los muchos blogs que cuentan sus experiencias en tierra india, la increíble sensación que nos proporciona viajar en un taxi desde el aeropuerto hasta la estación en medio de un caos circulatorio en el que se avanza a bocinazos midiendo al centímetro las distancias para no sucumbir a los ímpetus desaforados de un parque móvil que parece salir de una poética y fantasmal posguerra. Es sólo el prefacio de una serie de shocks encadenados que empiezan con la visión de la estación de trenes, tapizada de durmientes abrigados con mantas que debemos sortear hábilmente con nuestros trolleys para no desbaratar este apretado encaje de cuerpos que nos miran con ojos sonrientes, esperando, quizá, que vayamos soltando una nube de rupias desde la atalaya de poder que presuntamente nos confiere tener la piel clara y un equipaje absolutamente inusual para quienes sólo disponen de unas bolsas de rafia vieja donde atesoran todo tipo de enseres. Finalmente, alcanzamos el andén desde donde saldrá el Naachal Expreso, un tren “de lujo” cuyo lujo consiste en disponer de un catre de plástico y unas sábanas limpias en medio de una cabina tan mugrienta que nos hace pensar en cuáles serán los estándares de higiene en peores contextos. Pronto tendremos la ocasión de comprobarlo. Aunque, para entonces, India nos habrá envenenado el corazón con su dulzura y eso de tal manera que seremos incapaces de reparar en la suciedad de otro modo que como un tributo inexcusable pagado a una miseria que nos asedia de mil formas diversas y que de mil diversas formas nos atenaza y nos conmueve. Entretanto, asistimos al amanecer desde nuestros catres y, a lo largo de los más de ochocientos kilómetros que nos separan de Varanasi vemos desfilar un monótono paisaje de miseria. Chabolas dispuestas mirando a las vías y algunos transeúntes que caminan en mitad de la nada como si se tratara de personajes en busca de un autor que, por el momento, ha rehusado hacerse cargo de sus vidas y los ha soltado como al azar, como fichas de un ajedrez descabalado que pone en jaque todas nuestras rutinas. Nadie parece ocuparse de nada, a no ser los vendedores que se cuelan en el expreso y recorren a toda prisa los compartimentos vendiendo té con leche y con azúcar y unas suculentas somosas (empanadillas rellenas de una pasta vegetal deliciosamente indiscernible) que degustamos con placer a pesar de que la caja de plástico donde vienen nos hace concebir las peores sospechas. Ceder a la necesidad de ir al aseo, algo absolutamente necesario en un trayecto de más de quince horas, puede convertirse en una aventura peligrosa. Las dos huellas de acero de la letrina están indescriptiblemente pringosas y el traqueteo del tren hace que sentar sobre ellas los pies para orinar sea una maniobra de alto equilibrismo. No obstante, incluso los más ancianos salen airosos de la aventura y nos miran con una sonrisa de este a oeste cuando nos ven fumar de hurtadillas echando el humo por la puerta impunemente abierta a las inmensas llanuras verdes punteadas, aquí o allá, por una vaca o un perro que parecen vagar sin destino aparente antes de sumirse en la neblina.




















Finalmente, llegamos a Varanasi. Hemos viajado quince horas para hacer los ochocientos quince kilómetros que nos separan de Delhi y, aunque nuestra mente-corazón se dispone a disfrutar de una estancia de cuatro semanas en el corazón de la India más profunda, nuestros huesos piden a gritos unas cuantas horas de auténtico reposo. Son las diez y cuarto de la noche y, haciendo recuento, nos percatamos de que hemos estado desplazándonos a razón de unos vertiginosos cincuenta kilómetros por hora. Sonreímos, aunque muy pronto se nos helará la sonrisa ante la agridulce melancolía que nos produce volver a ver una nube de mantas en el suelo y un resquicio delgado y serpenteante que nos permite avanzar hacia la salida. La visión de la estación de Nueva Delhi se reproduce aquí, corregida y aumentada, antes de que un taxista encantador nos ofrezca su tuk tuk para acercarnos a nuestro alojamiento, una céntrica hospedería en la que sacrificaremos alguna que otra comodidad a cambio de estar a solo unos pasos de una de las escaleras (ghats) que descienden al Ganges y que se extienden, en número de ochenta y cuatro, a lo largo de una línea costera de un encanto y una temperatura espiritual especialísimos.
Antes de irnos a dormir nos asomamos a pequeña terraza que domina la Munshi ghat, la escalera que habremos de bajar una y otra vez en los próximos días para alcanzar las aguas de la madre Ganga, el río sagrado que en un pasado remoto bajó del cielo para regar los sueños de fertilidad de los antepasados hindis. El Ganges desciende lentamente hacia el Golfo de Bengala tachonado de minúsculas “pujas”, platillos de aluminio llenos de flores con una vela encendida en el centro que susurra su ofrenda bajo la luz de la luna. Igual que un cielo desdoblado que navegara insomne bajo la cúpula del cielo, el sagrado Ganges llama a sus fieles a la inmortal ceremonia de las aguas. Mañana por la mañana bajaremos las escaleras y saludaremos al sol desde la ciudad más sagrada del planeta. Gopal, nuestro hospedero, nos recibe con una enorme sonrisa sobre las manos unidas en el primer “namasté” de los que jalonarán, a partir de ahora, nuestra estancia en Varanasi.

“Bienvenidas a India”.  

el arte y la muerte / cuaderno del river´s end







© annie leibovitz
Hoy el River´s End está cerrado por defunción. No sabemos quién ha dejado atrás los trabajos y los días y se ha ido sobrevolando este mar tranquilo de setiembre donde quizá mañana naveguen sus cenizas. Et in pulverem reverteris. Polvo que el mar de la bahía enredará en el polvo de otras muertes recordando, con Valery, que, de todos los cementerios del mundo, el mar es el más bello. No sabemos quién se ha ido, pero estamos seguras de que, desde ese otro lado del que nada sabemos, de  lo que no se deduce otra cosa que nuestra ignorancia, se enterará de que los astrónomos han descubierto un planeta muy semejante a la tierra que orbita a unos 600 años luz de nosotros y donde, según comenta nuestro amigo Vicente Luis Mora, Ramoncín es Dios.
En su libro Los grandes hombres ante a la muerte decía Manuel Iribarren que los únicos a quienes puede otorgarse competencia para hablar de la muerte es a los propios muertos, no obstante nosotros la tenemos para hablar de la manera en las que nuestra cultura la ha concebido y de cómo, al calor de las distintas creencias, se han ido relevando las formas de morir y los ritos funerarios.  Imposible saber a ciencia cierta qué pensarían el hombre o la mujer de Neanderthal cuando enterraban a sus deudos recogidos sobre sí mismos sobre un delicado lecho de piedras redondeadas. Es de suponer que, tal como harían también los neolíticos, que incorporaban armas y viandas al ajuar del difunto, creían firmemente en la vida de ultratumba. Si la muerte obedecía al ritmo universal que parecía seguir la Naturaleza en su cíclica danza, era preciso acompañar el cuerpo del difunto con algunos enseres y dedicarle ofrendas con las que pudiera mantenerse mientras esperaba el retorno. La creencia en la reencarnación, que habría de triunfar en amplias regiones del planeta, no era, por tanto, más que un gesto de mimesis metafísica abundantemente justificado por la circularidad que presidía el regreso de  los astros, las estaciones y las cosechas.
Con razón Nietzsche suplicaba la vuelta a ese fulgor dionisíaco de la tierra que gira en torno a un sol deificado que todos los días renace de sus cenizas, igual que el ave Fénix. Miramos hacia el pasado de nuestra cultura y nos da la sensación de que, de Platón a Cristo, del reino celeste de las Ideas a su natural prolongación en la escatología cristiana, se tiende un cabo del miedo del que lo más fácil era escaparse por la tangente del nihilismo, aunque en ello empleáramos más de veinte siglos y una Ilustración de por medio. Expresiones diferentes de un mismo horror,  la cultura griega temió tanto a Hades, dios del inframundo, que apenas hay representaciones suyas. El cristianismo, por contra, elevó la muerte al rango de una obsesión plástica, y aquí y allá menudean representaciones de un naturalismo feroz cuya versión laica y postmoderna no es otra que la plastinación de Gunther von Hagens. Del caballero o la señora flaquísimos de piel apergaminada se pasará al esqueleto, que, a partir del XVI,  se va definiendo con el avance de la anatomía. Los mapas musculares de los desollados de Hagens no son más que la vacua necrológica  de una civilización que, con la fe en Dios, ha perdido la esperanza de la resurrección y exhibe su “filosofía del fiambre” con una impunidad casi obscena. 






















cadáveres plastinados © gunther von hagens

El ser se ha encontrado con la nada y aún esa nada que anida en un resto cadavérico debe explorarse y mostrarse en una declaración tácita de que no hay otro mundo que el mundo de lo visible, y que su decálogo no es otro que el que repite hasta diez veces la palabra transparencia. Si la agonía de Dios empieza con ese  “tiempo novísimo” al que, apenas iniciado el siglo XIX, se refiere Hegel, no resulta sorprendente que sea el propio Hegel quien empiece a elaborar una filosofía de la verdadera muerte. De la muerte sin resurrección. Sin más allá. Sin punto y aparte. De la muerte tal como se la define en la Fenomenología del Espíritu, como “negatividad absoluta” que confiere a la conciencia individual su condición universalmente trágica. La tragedia moderna ya no se basa en la expiación de algún error nocivo como el que hace del rey Edipo un chivo expiatorio que lava con su dolor la mancha de la peste,  sino en la pérdida del horizonte de trascendencia que se podía vislumbrar más allá de nuestra finitud. En sus páginas sobre “La muerte y el sacrificio”, Georges Bataille recordará la desolada reflexión hegueliana, “El hombre es esta noche, esta Nada vacía”, como una de las meditaciones más desgarradoramente bellas del filósofo alemán. Es, por tanto,  la experiencia de la pérdida de la fe la que lleva consigo el nacimiento de la muerte. En una de las obras más representativas del teatro de Beckett, Vladimiro y Estragón esperan inútilmente a God(ot) y anticipan la mansa desesperación del autor al elegir su propia tumba: “de cualquier color, siempre que sea gris”, tan gris como el absurdo teatro de la existencia. Estamos en 1953 y el temblor del Holocausto recorre aún la espina dorsal de la cultura europea. Cuatro años después, en El séptimo sello, de Bergman, la figura de la muerte sostiene con su reo una agónica partida de ajedrez en la que deja claro, negro sobre blanco, que  el perdedor no podrá disfrutar de una prórroga ni de un nuevo emplazamiento. 
Heidegger señaló con acierto que  la segunda caída del ser humano sería en la banalidad.  Banalidad que abarca casi todas las manifestaciones del mal, como quería Hanna Arendt, y, por supuesto el mal radical que aqueja al ser humano: la negatividad absoluta de la muerte. Probablemente uno de las señas de identidad de “la condición postmoderna” -marchamo filosófico de la nueva levedad que Jean-François Lyotard populariza a partir de la publicación de la obra homónima de 1979-  sea la exterioridad de la mirada que arroja sobre ella.  Producto de la exaltación de la tecnología que ha logrado diferirla y disimular su acecho a través de cirugías que a menudo son auténticas tanatoplastias, la contemplamos cada vez  con mayor distancia. La arrinconamos (los cadáveres se alojan en tanatorios y los féretros se introducen en urnas que descienden de forma directa al crematorio) y parecemos haber interpuesto entre ella y nosotros un cierto halo de irrealidad, la misma que reviste las muertes que contemplamos por televisión en perversa continuidad con anuncios de coches, teléfonos móviles o maquillajes. Las muertes de Muamar el Gadafi o Sadam Hussein fueron, a este respecto, la anticatarsis de la anestesia global ante la paradoja moral de matar al asesino. Nos situamos ante un nuevo régimen escópico simbolizado por la ubicuidad de una pantalla que, sit venia verbo, “apantalla” nuestra experiencia y nos convierte en espectadores de nosotros mismos (es el éxtasis vacuo  del narcisismo en el protagonismo del espejo y del perfil social) y, por supuesto, de los otros (cada vez más valorados por lo que de grato presenta la mera  superficie o la apariencia).  En la con razón llamada por Guy Debord  "sociedad del espectáculo" la muerte ha logrado convertirse en lo radicalmente Otro que le sucede a Otro. Desde este punto de vista, las obras de Richard Avedon,  Sophie Calle,  Annie Leibovitz o Bill Viola, al obtener imágenes de la agonía de sus seres queridos y divulgarlas de forma masiva en las galerías de arte y en los medios de comunicación, revisten un carácter paradigmático.
Richard Avedon retrata el deterioro de su padre en una larguísima serie de instantáneas en las que Jacob Israel Avedon aparece meticulosamente ataviado, como si el estar presentable en todo momento, incluso coqueto, fuera parte de un ars moriendi que se revela en su objetualización visual.  “Mis retratos –sostuvo Avedon- no intentan ir más allá de las cosas. Sólo son lectura de superficie”. En 2004 su discípula Annie Leibowitz retrata a Susan Sontag  muerta sobre una camilla y prácticamente irreconocible con zapatos de tacón, el pelo corto en torno al rostro abotagado y amortajada con un vestido plisado a lo Fortuny muy poco coherente con la personalidad de la autora.  
La conceptualista francesa Sophie Calle,  ficcionalizada por Paul Auster en su novela Leviathan, grabó las últimas 80 horas de la vida de su madre y presentó un extracto de sus últimos minutos en la Bienal de Venecia de 2007. “Hay 11 minutos finales en los que uno no puede saber si está muerta o viva, no había respiración.  Cuando murió -declaró la artista en una entrevista concedida a Ana María Battistozi- puse avisos en los diarios en los que decía cuál fue su último libro, la última película que vio, el último poema, pero terminaba con la imposibilidad de saber cuál fue su último suspiro. Ese momento es inasible, imposible de fijar”. Fijo en su escultura hiperrealista de apenas un metro de longitud permanece el padre del creador australiano Ron Mueck que, en su obra Dead Dad (1997) reproduce con su habitual minuciosidad el cadáver de su progenitor... 





dead dad © ron mueck

Hemos dado un paseo por la playa, donde la posidonia se aferra a las orillas impidiendo que la caricia tenaz del oleaje se lleve por delante la delicada línea de los tamarindos. El cementerio más bello del mundo resplandecía bajo el sol de setiembre y las cenizas de los muertos parecían mecerse en el calor de su abrazo.  Hicimos un anillo de hojas y lo lanzamos al agua mientras recitábamos, en voz baja, unos versos de Eliot:

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas consiguen aflorar
por encima de esta inmundicia pétrea? Oh, hijo del hombre,
no puedes decirlo, ni adivinarlo; porque sólo conoces
un montón de imágenes rotas…



UNA CITA INEXCUSABLE CON BERGMAN:
Os adjuntamos una secuencia de El séptimo sello en la que Antonius Block se pregunta “¿por qué no puedo matar a Dios en mí?”.
Eso nos preguntamos.
Los versos pertenecen al poema de Eliot "El entierro de los muertos". La traducción es nuestra.

[© alonso y marful / cuaderno del river's end]

RE-ACTION, una ginología artística contra el canon

Magdalena Cueto
Universidad de Oviedo

El proyecto RE-ACTION, genealogía y contracanon, que se expone en el Museo Barjola y la sala LAUDEO de la Universidad de Oviedo hasta el próximo 16 de junio, es algo más que una espiral de intervenciones artísticas encadenadas. Resulta difícil, de hecho, imaginar una propuesta más densamente poblada de sentido y de sentidos que esta colección de obras que, partiendo de 8 imágenes matriz de Alonso y Marful, autoras y curadoras del proyecto, se desenvuelve a lo largo de ocho pistas o derivas simultáneas.  Concebida a la manera de un óctuple cadáver exquisito, o de una partida de dominó en la que cada nueva artista toma el relevo de la anterior  para ejecutar su obra, RE-ACTION se propone como una compleja topología estética destinada a componer una alternativa deconstructiva y feminista al canon occidental.

RE-ACTION arranca de 8 obras elaboradas por Alonso y Marful a partir de seis imágenes históricas de Duchenne de Boulogne, Eugene Atget, August Sander y Maurice Guibert. AyM han sustituido los rostros masculinos por rostros femeninos arrastrando al paso una marea iconográfica en la que predominan los estilemas relativos a la castración simbólica y al queer, en ocasiones jugando con esferas hialinas que nos llevan a enclaves metafísicos frecuentes en la obra de las artistas. Hay, por tanto, una primera maniobra de apropiación y trans-ducción de las imágenes originales como resultado de la cual las artistas rompen el marco y el componente aurático de la obra única, desvelan las políticas de género implícitas en cada texto y señalan la necesidad de oponer alternativas de disenso a la quietud falogocéntrica de las genealogías culturales. A partir de estas ocho matrices, el proyecto se desarrolla a través de otras tantas pistas en las que cada nueva artista se apropia de la obra previa y ofrece su obra a la siguiente, desvelando la naturaleza dialógica del arte y dando carta de naturaleza a una autoría red cuyo carácter transversal y polifónico nos remite a la muerte del Autor, que Barthes decretaba en su artículo de 1968, y a una estética relacional que se propone como un perpetuo interjuego de subjetividades e influencias. Que esta genealogía estética se torne ginológica y que desvele, al paso, la artificiosa naturalización del canon occidental (que Harold Bloom cifraba en la autoridad de veintiséis grandes voces masculinas frente a la minoría testimonial de tres únicas autoras) no puede contemplarse sino como una invitación a la danza de una igualdad que despliega su eco en el terreno social y político y que contribuye a hacer de RE-ACTION un auténtico nudo de sugerencias que plenifican la teoría y alimentan el horizonte emancipatorio de la praxis.




En este contexto, RE-ACTION no sólo se presenta como un auténtico alegato a la labor de expugnación de que han sido objeto las mujeres –y, por extensión, todas las minorías- a la hora de configurar el archivo del canon sino que se comporta, de puertas adentro, como un mecanismo de re-actuación en el que todas las voces interpretan libremente la obra que las precede y poseen idéntica relevancia. Hay en este proyecto, que se propone a sí mismo como “una máquina del movimiento eterno” una llamada a la feliz confluencia de ética y estética a que se refería Wittgenstein y, en este sentido, hay que celebrar que se haya unido a él un espectacular desfile de figuras internacionales. Nancy Buchanan, Regina José Galindo, Susan Schwalb, Tania Bruguera, Alix Pearlstein, Marta María Pérez Bravo, Kate Gilmore, Cabello/Carceller, Veru Iché o Teresa Matas son algunas de las 28 artistas que entrelazan sus voces en este prodigioso telar que seguirán enriqueciendo con sus hilos muchas otras artistas.

La nueva Penélope no teje su bufanda esperando la improbable redención de Ulises sino que abre su trama a otras acciones y convoca la presencia de otras manos. Todas ellas permanecerán eternamente tendidas -de ahí la vocación infinita de este proyecto- a quienes quieran entrelazar su hilo para tensar la malla de un “sujeto nuevo” al que, como propuso Carla Lonzi, le está encomendada la tarea de urdir nuevos discursos en el seno de una cultura abierta, plural, integradora y auténticamente orgánica.

No me cabe la menor duda de que la Universidad de Oviedo y el Museo Barjola tendrán muchas oportunidades de celebrar su acierto al propiciar el despegue en Asturias de un proyecto con excelentes perspectivas en el panorama artístico internacional.






fumando espero

Mi nostalgia de exfumadora repasa la colección de cigarrillos que ha ido haciendo la memoria. Los camel sin filtro de François Châtelet,  los gitanes de Louis Althusser,  el habano del Che, los gauloises de Julio Cortázar,  el celtas corto de José Ángel Valente, el Caporal de Julia Kristeva,  los  ducados de Carmen Martín Gaite, el African dream de Ernest Hemingway, el Scaferlatti en la pipa de Jean Paul Sartre.

Y se me agolpan los cigarrillos en el nudo gordiano de la garganta. Es ella quien,  aún mejor que yo,  recuerda el resquemor  del primer winston y la llaga del último. Y quien recuerda, también, a François Châtelet preguntándole a Gilles Deleuze si debería hacerse la traqueotomía. Y a Deleuze repondiendo que mientras tuviera un buche de aire en los pulmones habría filosofía. Poco imaginaba el dulce Gilles que, incapaz de respirar, él mismo se tiraría de un quinto piso para no tener que hacer frente ni un minuto más a la tiranía de la asfixia.

No me pregunten cómo, pero sé de buena tinta que cada vez que encendía un cigarrillo algo en él, que tanto amaba el cine, le recordaba la camiseta blanca que custodiaba el corazón partido de  James Dean en Rebelde sin causa, o la gabardina que acompañó a Humphrey Bogart en su inolvidable viaje a Casablanca. Un cigarrillo puede ser parte de una boca y hasta es posible que sin el humo que regó generosamente el cine de los cincuenta y de los sesenta  nos hubiéramos ahorrado una parte de la cosecha de muertos que acompañaron, ya en los noventa, el descrédito progresivo del tabaco. Para entonces, Gilles ya era el mago del “acontecimiento”, si por tal entendemos ese abanico de causas y de efectos que se abren en cada hecho. Cada instante con humo es un inmenso desplegable en el que no sólo caben nuestras fascinaciones primeras sino también los muertos y las muertas que acompañan nuestras decepciones últimas. En su genoma de lumbre y nicotina Gilles Deleuze llevaba escrito el cáncer de pulmón que había acabado con las voces de Nat King Cole y Duke Ellington y no me parece improbable que, en sus paseos vespertinos, imaginara un cielo para fumadores en el que, ajenos al mal que acabó con sus vidas, Sammy Davis Junior y George Harrison cantarían El humo ciega tus ojos bajo la batuta de Leonard Bernstein.

Me pregunto si ese momento final en el que el cuerpo desciende hacia el asfalto y el alma se queda allá arriba, localizando entre las nubes su par de alas, Gilles Deleuze pensaría en pedirle un pitillo a Giacomo Puccini, o a Gary Cooper,  o a Steve McQueen, o a Robert Taylor, a tantos otros colegas de infortunio que habían sacado su pasaporte al otro mundo gracias a un carcinoma de pulmón o de laringe. El cielo está plagado de fumadores y, puesta a que me hicieran el boca a boca, yo misma elegiría a James Dean para ese beso sin sexo pero con tabaco.

A bote pronto y sin mucha sintaxis, porque no está el horno para bollos, recuerdo también a Ana María Matute diciendo que el cielo estaba muy cerca del infierno y que probablemente el cigarrillo no fuera más que el istmo que separa esos dos continentes. Y recuerdo, en fin, a mi amigo Martin Sontag, varado como una barca en el atardecer más triste de sus cuarenta años, esperando la muerte con un  chester en los labios. Si hubiera un dios, me dijo, y de eso hace sólo un par de horas, bajaría sobre mí y me haría entrega solemne de un par de pulmones nuevos. Claro que eso es una pavada porque Dios no existe  y a vos se os va a cansar la paciencia de esperar a que me quede.  Hacé una cosa, reina, en mi funeral prendé por mí una faria y mientras jodés vivos los ocho o nueve centímetros que mide, sublime travesía, cagate en la madre de todas las tabacaleras, ¿hace?

Lo dicho, eso ha sido hace un par de horas. Y aquí estoy, en el tanatorio, entonando este réquiem sin más sintaxis que el humo, con una faria en la boca y con los ojos llenos de lágrimas. 


Rita Hayworth más allá de lo sensual

 © alonso y marful

la vida secreta de una artista 16 / arte de morir, arte de renacer

                                                                                                     "¿Quieres que encienda yo la luz?"
                                                                                                     Crisótemis-Yannis Ritsos

Decía Ernesto Sábato que, "el rostro, como el arte, es una epifanía". Y, ¿qué no lo es?, se nos ocurrre. Paseamos al borde del río, sumido en el temblor de su propio viaje, y miramos nuestros pasos, que se estampan sobre la hierba dejando atrás la humilde epifanía de los diversos hundimientos que jalonan toda vida. Vemos el perejil de las riberas, que ha perdido la prestancia y el verdor del verano, y retiramos del agua las cañas putrefactas que la primavera traerá de regreso siguiendo el círculo imperioso de una Naturaleza que huye reiterando sus motivos. Si la esfera fue para los filósofos la forma perfecta es porque es el símbolo de todo aquello que vuela sobre un fondo pétreo, como si cada impronta que dejamos sobre el inmenso abanico de la vida no fuera más que la rúbrica de una secreta igualdad.

El pasado domingo, 22 de septiembre, entrábamos oficialmente en el equinoccio otoñal. Empezábamos, así, nuestro personal descenso a aquello a lo que Wallace Stevens, maestro de la paradoja,  llamó “las auroras del otoño”. Siempre hemos pensado que las estaciones oscuras, también las del alma, son ritos iniciáticos que nos enseñan a interpretar la caricia del sol desde el abismo de su propia extinción. Bajar. El arte de perder y el de bajar, como decía Elisabeth Bishop, se dominan fácilmente. Lo complicado es aprovechar ese descenso para aprender a subir  transustanciados en otros, igual que la primavera aprovecha el repliegue de la savia para reinventarse y renacer. 

El descenso ad ínferos de la propia individualidad forma parte de una compleja genealogía de mitos. Desposado con Gea, la madre Tierra, Urano, el cielo, esconde a una parte de su descendencia en el vientre de su mujer, el Tártaro, de donde son rescatados por la intervención de Cronos. Presa de la compulsión de repetición, que gobierna, por igual, estaciones y psiquismos, el propio Cronos, desposado con  Rea, devorará más tarde a sus propios hijos, entre ellos a Démeter, diosa de la agricultura y custodia de las estaciones. Será preciso que Rea engañe a su esposo para criar a Zeus, que obligará a su padre a regurgitar a su infortunada descendencia. Perséfone,  hija de Zeus y Démeter y diosa de la muerte,  se ve obligada a volver cada otoño al mundo subterráneo. Según el himno homérico, la hija de Démeter se encontraba jugando en un jardín cercano a Eleusis cuando, prendado de ella, el rey de inframundo, Hades, la arrastró hacia su reino y la convirtió en su esposa. Démeter acude a Zeus y le advierte que, incapacitada por la angustia para realizar sus tareas, no puede impedir que el sol decline, los árboles se desnuden y las flores se marchiten. Zeus accede a solicitar el rescate a condición de que Perséfone no pruebe del fruto de la muerte. Pero, ¿quién de nosotros no ha probado del fruto de la muerte? Para entonces, el rey del inframundo ha ofrecido a Perséfone doce semillas de granada y, urgida por el hambre, la joven ha ingerido la mitad. Deja, así, establecido, el ritmo de un descenso que se repite en los calendarios, igual que cada uno de nosotros se reitera en sus descensos a ese personal inframundo donde centellea, más honda, la luz de la conciencia. En lo futuro, Perséfone deberá permanecer en el Hades durante el otoño y el invierno y podrá regresar, cada primavera, al abrazo de Démeter, que exultante por el regreso de su hija, insuflará un nuevo vigor a la naturaleza desolada.
Las interpretaciones psicologistas de las sagas míticas nos enseñan que este cuadro de personajes que se relevan son representantes de nuestros actores internos, tratándose, en los tres casos, de variaciones sobre una dramaturgia íntima que expresa el descenso iniciático del psiquismo a los infiernos del inconsciente. Ennui, spleen, melancolía, emociones tan septembrinas y tan rematadamente artísticas, nos remiten a ese intrincado descendimiento que  llevará al artista a conquistar su individualidad creadora. El Dios romano Saturno, heredero de Cronos bajo cuya égida se colocan a un tiempo la depresión y el Arte, se identificó desde el principio con todo un cortejo de sombríos atributos que han ido cambiando con los siglos. Un grabado del siglo XV atribuido al orfebre florentino Maso Finiguerra, lo describe como “melancólico y oscuro (...). Ama la agricultura. Tiene de los metales el plomo, de los humores la melancolía, de las edades la vejez, de las estaciones el otoño.”  Bajo el signo de Saturno, tal como apuntan Klibanky, Panofsky y Saxl en su extraordinario estudio de la Melancolía I de Durero (1), están, o estamos, todos aquellos que, de forma más continua o incidental, hemos navegado por ese océano interior en cuya gélida latitud la razón encalla contra sus propios abismos. Basta con mirar el rostro de la melancolía, que se apoya, desfallecido, sobre el puño cerrado, para recordar mil y una citas en las que esa muerte interior reaparece, siglo tras siglo, llevando tras de sí la cohorte de síntomas que, revestidos por los códigos culturales de cada época, vuelven a nombrar la acedía saturnina que es propia de la vita speculativa, es decir, de un punto de inflexión y reflexión donde, quien más quien menos, ha visto de cerca los bífidos fulgores del “rayo de tiniebla”. Y basta mirar al niño que juega, inconsciente, a sus espaldas, para darse cuenta de que, como aclara Panofsky, "si todavía no es capaz de tristeza es porque no alcanzado la estatura humana”.
Para encontrarse con la Belleza, como nos recuerda Platón en el Fedón, es preciso traspasar las puertas de la muerte.  En su obra Problemata, Aristóteles habla de la melancolía como afección propia de los espíritus profundos, e incluye en la nómina al propio Platón, a Sócrates y a Empédocles, siendo de suponer que Heráclito, el oscuro, no andaba a la zaga.
A veces nos preguntamos qué seria de nuestra cultura, que ha medicalizado los humores naturales y sojuzgado a los perros negros de Perséfone hasta aturdirlos con sustancias psicotrópicas, si se educara al depresivo en el rendimiento de la tristeza y, a ser posible, en su rostro bifronte. Para Charles Baudelaire todo lo Bello lleva consigo “una idea de melancolía, de laxitud…, pero, al mismo tiempo, un ardor, un deseo de vivir” (2). Para Thomas Mann el artista no es sino “un mediador entre la muerte y la vida” (3).
Dejarse llevar en la nietzscheana danza del devenir y de la Naturaleza. Bajar y subir no son manifestaciones de otra enfermedad que la de la existencia, que sólo con la muerte deja de registrar picos y valles en la pantalla de un metafórico electroencefalograma. Hamlet, melancólico arquetipo de un descenso irresuelto a los sótanos de la vida interior, sostiene en sus manos la verdad última: el cráneo de Yorick. Muy bien, ya lo sabemos. La vida, finalmente, no debería ser otra cosa que un ars moriendi que supiera extraer de cada instante la lección y la alegría posible y montarlas sobre el tapiz, proteiforme, de una identidad que cambia y  se rehace dentro de sus  propios  límites,  pero también –ah, la humildad, nuestra virtud favorita- más allá de sí misma. Igual que cada otoño regresa en otro otoño y cada primavera en una primavera renovada.
Algo así nos propone Ana Mendieta en alguna de las intervenciones más intensas de su serie de siluetas. Pensamos en aquella en la que la artista siembra hierba con fertilizantes sobre la huella de su cuerpo y la fotografía más tarde, sugiriendo la resurrección del cadáver íntimo en una vigorosa y tenaz eflorescencia. O en aquella otra en que, en torno a la huella de su cuerpo, muy a menudo tumbado sobre el vientre de la tierra madre, hace crecer un rectángulo de hierba. Muerte y renacimiento. Las semillas de Perséfone repartidas entre el descenso al Hades del otoño y la pujanza alegre de la primavera.



Ana Mendieta, Untitled (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1977




Ana Mendieta, Untitled, (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1978
Algo así, también, nos propone Jeff Wall en su obra La sepultura inundada. Ejecutada entre los años 1998 y 2000, la obra tiene como escenario un cementerio en el que el artista cavó una tumba e hizo fotografías de plano abierto. A continuación, hizo un molde del agujero y depositó en él un ecosistema marino gloriosamente vivo. La recomposición digital de las tomas hace que podamos contemplar la imagen resultante como una alegoría de la vida que entraña toda muerte.














Jeff Wall, The flooded Grave / La tumba inundada, 1998-2000
Y algo así, finalmente, ha hecho Giuseppe Penone en muchas de sus obras, las más representantivas de las cuales, a este propósito, son dos de nuestras favoritas. La primera,  esa mano de bronce que, en Alpes marítimos, no consigue detener el crecimiento del árbol, que resiste el asedio acogiendo el obstáculo e integrándolo en su estructura. La segunda, esa promesa de árbol que anida dentro de un tronco seco en La vida interior oculta.

Giuseppe Penone, Alpe maritime / Alpes marítimos, 1968


Giuseppe Penone, The hidden life within / La vida interior oculta, 2008
Dejamos, pues, a nuestros lectores en las cavilaciones propias de su noble y personal melancolía. No sin antes recordar que, en su discurso Sobre la dignidad del hombre (hoy habría sumado a las mujeres), Pico de la Mirandola da un nuevo y definitivo golpe de claridad a la historia de este concepto asociándolo a la aventura de autoconocimiento que hará de cada uno de nosotros un artista de su propia existencia. “En cuanto libre y honrado hacedor y configurador, habrás de modelarte a ti mismo en la forma que desees. Puedes degradarte a bestia inferior o transformarte en lo superior, en lo divino, como tú quieras.”
El menú está servido. Es tiempo de seguir el descenso de la savia.  De hundirse dulcemente en las cavernas del sentido y de extraer, como Perséfone, el zumo mortal de las granadas. Tiempo de ahondar. De sumirse despacio en las profundidades del otoño.
De descubrir, con Wallace, su puñado de auroras.
Buen viaje, amigos. Y, si Natura lo tiene a bien, que nuestros lectores y nosotras mismas vivamos para contarlo.

© alonso y marful
NOTAS:
1. Cfr. R. Klibansky, E. Panosfsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza Forma, Madrid, 1991.
2. Cfr. Baudelaire, Ch., “14. Cohetes. Sugestiones”, en Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid, Visor, 1995, p. 26.
3. Cfr. Carlota en Weimar, Obras completas, Plaza & Janés, Barcelona, 1995, p. 1294.

la sangre se llevara vuestras palabras. pioneras del body art / cuaderno del river's end

Marina Abramovic, Balkan Baroque, 1997

Uttar Pradesh. India. 2005. Al saltar una barda de alambre nos hemos hecho daño en las palmas de las manos. Bajo la intensa lluvia del monzón la sangre, que mana abundantemente, se diluye con rapidez dejando un rastro de memoria, intensamente rojo, que parece hundirse muy abajo y elevarse a la vez en un acorde mudo. La sangre se demora apenas un instante y, sin embargo, ha cavado un surco en algún lugar tan arcano, tan profundo, que tenemos la sensación de adentrarnos en la noche de la especie. Fulguración o satori, ese momento de intensidad pánica, mil veces recordado, adquiere con el tiempo la cualidad de un block maravilloso donde se han ido inscribiendo otras sangres y otros cuerpos. En el seno del documental autobiográfico The artist is present Marina Abramovic dice: “descubrí que el cuerpo era el lienzo y la sangre el color”. La sangre pinta sobre el cuerpo. Reinstaura el grafo originario. No obstante, su sentido permanece velado tras múltiples estratos de palabras.

Siempre nos ha parecido que en cada pieza de un proyecto, en cada imagen, en cada coyuntura que ensambla lo figural a lo lingüístico, hay un río que se abre a la afluencia de tantas aguas que si pudiéramos remontarnos desde ese fenotexto vibrante hasta las últimas raíces donde arraiga el genotexto, en un lapso de tiempo lo bastante grande habríamos cubierto con una red de asociaciones la topología de todo lo que existe.

Julia Kristeva distinguió con razón entre genotexto y fenotexto, estructura significada y productividad significante, para poner de relieve la apertura de la obra, aparentemente atrapada en sus límites formales, a una vertical de engendramiento en la que estaría inscrito un proceso de significancia que rebasa con mucho las fronteras de un momento, de una subjetividad o de una biografía. Y es en el espesor de esa vertical donde creemos que la sangre vertida por tantas artistas del cuerpo desde los años sesenta alcanza a revelar sus aspectos más profundos. Inmanencia del sujeto histórico postmetafísico, del estar y del ahora, yo sangro ahora, que, sin embargo, atrapa en su destello la entera historia de las mujeres.

Los años sesenta son una época de cristalización particularmente intensa. Si la primera guerra mundial había asestado un duro golpe a los metarrelatos de la Razón ilustrada y obtenido en la primeras vanguardias una respuesta irracionalista que abogaba por la transvaloración de todos los valores, empezando por el concepto de arte y sus fetiches sagrados, los horrores de Holocausto arrojaron una nueva sombra sobre el decurso de una historia definitivamente en entredicho, generando toda suerte de contragolpes subversivos. El auge del existencialismo, la contracultura, el feminismo, la revolución sexual, el ecologismo o el pacifismo naif del movimiento hippie son otras tantas reacciones a los horrores de la guerra, a la violencia impuesta por las máquinas de poder, a la devastación de los entornos naturales y a la vacua anonimia de las sociedades de consumo, elementos, todos ellos, conjurados en torno a un orden simbólico andrologocéntrico que mayo del 68 haría fraguar en la imagen de los adoquines urbanos bajo los que hay que rescatar la playa subyacente. Sous les pavés, la plage.
Para entones, la música había alcanzado su punto máximo de tensión en el silencio, la obra plástica en su desmaterialización, el cuerpo representado en la emergencia de un cuerpo real que pulveriza las narrativas que lo ahorman y se presenta desnudo, oponiendo la sangre, fresca, fluyente, como un grafema primario que limpia y resignifica el verbum patriarcal y libera la piel, particularmente la piel de las mujeres, para la materialidad de un territorio que reclama su propia práctica significante. Ellas (nosotras), que habíamos sido concebidas y narradas como mater/materia (románticamente idealizada o relegada a la abyección, según el tenor del contexto), se mostraban ahora en su naturaleza carnal y presentaban la piel desnuda como un complejo fenotexto que recogía en sí largos siglos de dominación y de silencio.

En su libro Meat joy, Carolee Schneemann (USA, 1939), pionera del arte corporal, señalaba el carácter rupturista y fundacional de su obra Eye body: 36 transformative actions (New York, 1963), y reivindicaba el cuerpo femenino como material artístico conformado y firmado por la propia autora, que violentaba, así, “las líneas territoriales de poder por las que las mujeres eran admitidas en el Club Artístico de los Sementales”.

En Escalade non-anesthesiée, en 1971Gina Pane (Francia, 1939) convierte una escalera tapizada de cuchillas de afeitar en su particular metáfora de la reapropiación de un cuerpo alienado al que, remedando la subida al Gólgota y el sacrificio de la comunión, la artista alude en primera persona del singular: “mi cuerpo, mi carne”. Ese mismo año, en una acción certeramente titulada Eros/ion, Valie Export (Austria, 1940) rodó desnuda sobre un plano de cristales rotos. Un montón de trozos de transparencia fragmentada, discontinua, se internan en el cuerpo de la artista y operan como disrupciones de la presunta neutralidad de la mirada hegemónica, que se ve obligada a volver sobre sus rutinas y a indagar en el cuerpo femenino como un territorio que reclama sus propias marcas y que visualiza sin falsos pudores la toma de relevo en las maquinarias de gestión simbólica. Un año después, en Le lait chaud, en París, una Gina Pane sobria, concentrada, completamente vestida de blanco, articula una de sus acciones más cruentas en torno al leitmotiv “el blanco no existe”. Provista de una cuchilla, la artista se practica numerosas incisiones en la espalda. La acción llega a su acmé cuando se corta las mejillas. Derribaba, así, el último bastión del narcisismo femenino: la integridad estética del rostro. Sobre el mitema del imposible folio en blanco, la acción presentaba la contrafigura vacía del palimpsesto de la cultura occidental y borraba su rastro con un flamante grafo de sangre de mujer. Deconstrucción y reconstrucción abierta a la deriva del porvenir desde la materialidad de un cuerpo en el que sólo el trazo de una violencia estructural parecía iluminar los imposibles perfiles de cualquier esencia. El remanente histórico: el cuerpo biológico, precultural, no hollado aún por la violencia del signo.

VALIE EXPORT, Eros/sion, 1971 

Gina Pane, L'Escalade non anesthésiée (Détail), 1971

Las performances de Ana Mendieta (Cuba, 1948) a lo largo del mismo año confieren a este retorno un regusto animista y sacrificial. Inspirada en las ceremonias de purificación de la santería cubana, en Untitled  (Chicken piece), la artista sostiene con las manos un gallo recién degollado. El animal agoniza, batiendo enérgicamente las alas muy cerca del vientre y el sexo de Mendieta y desatando una multiplicidad de sentidos que van desde la blancura inerme del macho, simbólicamente mudo, castrado y pendiente de las manos de una mujer, hasta la sangre que riega abundantemente un cuerpo femenino mil veces ultrajado por la Ley. En palabras de la propia Mendieta, “Mi arte es la forma en que restablezco los lazos que me unen al universo […]. Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza en una extensión de mi propio cuerpo. Este acto obsesivo de reafirmar mis lazos con la tierra es, en realidad, una reactivación de creencias primigenias, una fuerza femenina omnipresente […], es una manifestación de mi sed de ser”.

Ana Mendieta, Untitled (Self portrait with Blood), 1973

La sed de ser de las mujeres seguiría escribiendo con sangre el alfabeto perdido de una feminidad robada. Si el género epistolar había sido a lo largo de los siglos el reducto de una escritura femenina confinada en lo privado, lettre en souffrance, hurtada, eternamente suspensa o diferida, la carta del arte corporal femenino, lienzo y folio en blanco, hablaba de sí sin otra autoridad que la de una gesto augural que intentaba repristinar las formas y las conciencias.
En 1974, en Rythm 0, Marina Abramovic (Yugoslavia, 1946) llevaba un punto más allá la Cut piece de Yoko Ono (1963) y facilitaba al público asistente el acceso incondicional a su cuerpo: “En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto”. La explicitud de la performance, que concluyó por iniciativa de los asistentes ante la visión, incomparablemente reveladora, de una Abramovic semidesnuda y sangrante, convenció a la artista de que se encontraba ante el capítulo final de sus investigaciones en torno a su propio cuerpo. No fue así, sin embargo. Su carrera continuó internándose en la investigación de las posibilidades expresivas del mismo y dejando, al paso, escenas tan aceradamente intensas como las que registra la obra Balkan baroque (1997). Pocas imágenes del arte corporal femenino han conseguido una plasticidad tan dolorosamente deslumbrante como esa pietá laica en la que Abramovic limpia huesos sobre su regazo, literalmente elevada sobre una montaña de violencia y de cadáveres inocentes.
Lejos de haber abierto un hiato en las prácticas de resistencia ideológica que, desde los primeros sesenta, han otorgado cuerpo de naturaleza a la liberación de las mujeres, han sido muy numerosas las artistas que han seguido sellando con sangre nuestras demandas de un nuevo pacto social. La historia de la igualdad sigue sangrando por la brecha abierta a lo largo de una travesía milenaria que hoy, como ayer, abre su genotexto a la revelación vibrante de otras sangres y otros cuerpos. Millones de mujeres de todo el mundo continuamos escribiendo con sangre. Inventando el grafema y el temblor genesíaco de una lengua que es soma, que rezuma y duele y es color y tejido de un sueño tan largo como nuestra historia.
Rehenes de una inscripción lingüística sin retorno, las bodiartistas han continuado y continuarán presentando su cuerpo, singular, único, muy a menudo más allá de géneros y binarismos reduccionistas, como un vibrante territorio de descolonización cultural. Cuerpo interrogante, vulnerable, herido. Cuerpo denuncia, manifiesto, contrahorma, desorden. Cuerpo que se entrega al estertor primigenio de un caos liminar donde lo femenino se niega a ser apresado en la cuadrículas del canon. Cuerpo postmetafísico, antiontológico, abierto al devenir de una identidad incierta.
Cuerpo que vuelve la mirada sobre sí y busca su propia imagen en los fragmentos de un espejo roto.


 © alonso y marful